La tristeza se esparce y se reproduce. Es el virus de este invierno, y no hay vacunas contra ella. La desolación vaga por las calles reflejándose en los cariacontecidos rostros de la gente. Todo es gris y afligido. Las sonrisas escasean en nuestra dieta; y el pan nuestro de cada día está elaborado con resignación, pesadumbre y miedos. Y me entristece… Escucho gritos de revolución, de impotencia, de indignación, de quejas ante todo y contra todos por todo lo que se hizo y también por lo que no se hizo. Por lo que se hace y lo que no se hace, y lo que se presupone que no se hará. Muchos vociferamos pociones mágicas cual vidente del “ llame al 900…”, mientras otros pasamos de darle la razón a unos para dársela a otro, hasta que escuchamos a aquellos que están más al lado; que pese a no decir ni lo mismo, ni parecido, ni todo lo contrario…también puede que tengan razón.
Me siento como en un naufragio. Las aguas están heladas…y todo el mundo gritando socorro. Veo gente necesitada de ayuda por todas partes, la gran mayoría con el agua al cuello (nunca mejor dicho). Los botes salvavidas para los de primera clase, y los chalecos para la tripulación, of course. Mientras tanto, los pobres, a flote el que pueda y el que no... a dormir en un banco. Aunque eso sí, todos estamos en medio de un océano, con mucho frío y sin la esperanza de recibir ayuda, y de eso… no se salva nadie. Las emociones y los valores comienzan a sufrir de hipotermia: hay puntos de no retorno, en los que el instinto de supervivencia nos aísla de todo aquello a lo que nuestras fuerzas nos impide llegar; y los pocos gestos de humanidad se han convertido en casos loables y admirables, cuando deberían ser algo tan natural y lógico en el ser humano que no deberían tener mayor relevancia. Cuesta acercarse al de al lado, pues nos invade el temor a que su desespero y angustia nos arrastre al abismo con él. Cuesta…cuesta hablar y entenderse. No encontramos la forma de huir de nuestros problemas, y cualquier tipo de relación se vuelve complicada. Todos queremos y necesitamos ser escuchados y comprendidos como si de un salvavidas se tratase, aunque a veces no conseguimos ni oírnos ni entendernos a nosotros mismos. Los rompecabezas económicos nos impiden formar el puzle de nuestro día a día al robarnos piezas de la vida familiar, de las de pareja, de las amistades y las relaciones sociales, cada mañana cuando las preocupaciones se despiertan a la misma vez que abrimos los ojos.
Las aguas no tienen misericordia, y su oleaje parece no tener fin. La compasión impera, pero no se puede ofrecer ropa seca porque estamos tan mojados como tú, o como aquellos, o como todos los demás. Nos miramos unos a otros sin saber qué hacer, y aunque muchos lo hacen a ciegas… nadie sabe realmente en qué dirección nadar. El ambiente es lúgubre, taciturno, trágico…siniestro. Las noches dan paso a días nublados, y si algún rayo de sol logra traspasar los nubarrones enseguida se desdibuja como lo hacen nuestras esperanzas ante cualquier espejismo, o ante la apenada alma de quien tenemos al lado, que a su vez está siendo golpeada por la tristeza de otra que tiene cerca suyo; y así uno tras otro, otro tras otro… a todos nos salpica algo más que las frías aguas. Se nos hace imposible poder pensar en qué hacer para salvarnos porque mantenernos a flote cada segundo es nuestro único destino, rezando a su vez para que no sea nuestro final. El canibalismo emocional se propaga cual neblina matutina… pues con el paso del tiempo la actitud de algunas personas se vuelve irascible y cruel; quizás el añorado bienestar guardaba la apariencia de unas formas que ante la dificultad no saben ocultar.
Estamos en otro invierno, y la proximidad del tiempo de las cerezas cada vez otorga menos tranquilidad. El: ¡sálvese quien pueda! es lo único que conseguimos trasmitirnos con la mirada, pues pocas fuerzas quedan para hablar; mientras el viento susurra notas de un saxo melancólico que consigue hacernos llorar. La vida es en sí misma la más dura metáfora que en ella podamos encontrar: nuestro barco se quebró por todo aquello que ocultaba un gran iceberg; y el naufragio nos ha llevado a convertirnos a todos y cada uno de nosotros en un propio iceberg, dejando únicamente visible nuestra tristeza, los problemas, la desidia, la desilusión…también la carencia en nuestras expresiones de la falta de valores y emociones; que no es que hayan desaparecido , si no que son esa gran parte de nuestro iceberg que ha quedado oculto por culpa del naufragio; el mismo que nos impide conseguir demostrarlas y también recibirlas de los demás. Quizás, el día en el que volvamos a pisar tierra firme, hayamos aprendido que se vive mejor en una isla sin más privilegios que aquellos que ahora nos vemos incapaces de poder demostrar, y no en la vorágine de los cruceros de la falsedad. Mientras tanto…solo nos queda nadar, sin poder guardar una ropa hecha ya jirones de tanta humedad.
Un panorama desalentador pero bien escrito, algo es algo.
ResponderEliminarTodos somos náufragos en esta gran nave que se hunde...el iceberg estaba divisado hace mucho, pero el capitán y el resto del gobierno de la nave, viendo que los pasajeros bailaban en sus camarotes, no dijo nada, para no asustar y que cundiera el pánico, además...no habían suficientes botes para todos.
ResponderEliminarAsí se rompió la caja de Pandora...pero solo quedó un único y el más importante sentimiento....la esperanza.
Anónimo no anónimo
Sí... es lo único que no se puede perder: la esperanza. Aunque cueste reinventarla después de cada sueño roto. Gracias anónimo, no tan anónimo. Un abrazo!!!
ResponderEliminarNotas para nada... gracias por leerme y comentar. Un bonita sorpresa ver que visitas mi rincón. Un saludo!!!